Mad men


3 de octubre, 2016
Denise Dresser

¿Pues no que Luis Videgaray era muy inteligente? El cerebro detrás del gobierno de Peña Nieto. El que manejaba todos los hilos, movía todas las palancas, tomaba todas las decisiones importantes. La materia gris que sobresalía entre tanta mediocridad.

Ahora retirado de la política pero dejando un saldo cuya aplaudida inteligencia contradice, y va más allá de la humillación a domicilio que trajo consigo Donald Trump. Allí están las cifras del endeudamiento, de la irresponsabilidad fiscal, de la depreciación del peso. Un pésimo manejo macroeconómico que ninguno de sus profesores o colegas de MIT rebatiría. Un legado financiero y fiscal que coloca al país en una precariedad que pensábamos superada.

Superada porque se creía que la clase política había aprendido las lecciones de la crisis de 1994. La manera en la cual las decisiones económicas a nivel nacional se entretejen con intereses políticos y los mandatos de los mercados de capital a nivel internacional. Y la gran lección de aquella debacle fue que cuando los imperativos políticos se imponen a la racionalidad económica, los resultados pueden ser desastrosos. Cuando importa más conservar clientelas que prevenir déficits, las consecuencias pueden ser calamitosas. Cuando importa más financiar la corrupción que cerrarle la llave, los efectos pueden resultar explosivos. Los incentivos incorrectos producen resultados equivocados.

Como los que el país padece actualmente. Una austeridad selectiva con fuertes recortes a salud, educación, justicia, inversión pública, combate a la corrupción, y programas de prevención de la violencia, pero aumentos al presupuesto del Congreso y el Poder Judicial. Con una tasa de recaudación histórica de 2.7 billones de pesos, y un gobierno tan gastalón que ni eso le alcanza. Con recortes que no van enfocados hacia donde deberían, como sueldos y aguinaldos y dietas y prestaciones y gasto corriente. El apretón del cinturón no será para la burocracia de alto nivel, ni para las elecciones que quiere comprar, ni para los privilegios que quiere preservar. La administración atla- comulquense no tiene recursos para puentes o carreteras o puertos o escuelas u hospitales, pero sí para darle al Senado un aumento del 7.6 por ciento.

Y la culpa no la tiene solo el contexto global; también recae sobre los hombros de Videgaray y su equipo. Que nunca cumplieron con los recortes al gasto público prometidos. Que no respaldaron la oferta de mantener un balance presupuestal. Que incrementaron de manera notable e irresponsable la deuda pública. Que con sus acciones -política, clientelar y electoralmente motivadas- generaron una desconfianza que dinamitó el optimismo creado por las reformas estructurales. Que con sus omisiones produjeron un déficit de credibilidad entre inversionistas nacionales e internacionales que ahora están sacando su dinero del país y especulando con el peso. Los mercados castigan los errores y de manera severa, escribió Moisés Naím en el libro Mexico 1994: Anatomy of an Emerging-Market Crash. Algo que Videgaray debía haber comprendido y algo que Meade debe encarar si quiere sacar al país del hoyo en el cual su predecesor lo metió.

La intersección entre reformas estructurales, política doméstica y condiciones internacionales no da mucho margen de maniobra; la globalización cobra caro los equívocos. De allí la importancia del manejo macroeconómico prudente que transita por la política fiscal, la política monetaria, la balanza de cuenta corriente. Eso le faltó a Videgaray: "Macroeconomic Management 1.0" o "Macroeconomics for Dummies". Fue víctima de lo que Naím llama "discapacidades de aprendizaje políticamente inducidas". Aquello que Videgaray no logró aprender de la crisis de 1994 o lo que trajo consigo desde el Estado de México. La importancia de optimizar la estructura del gasto, la importancia de la inversión pública con disciplina, la importancia de la transparencia, la importancia de limitar el endeudamiento políticamente motivado.

Eso que Videgaray y los suyos no hicieron y ahora José Antonio Meade tendrá que resolver, dejando sus ambiciones presidenciales en la puerta. Porque cuando las decisiones económicamente racionales son suplantadas por exigencias políticas, ambiciones personales o ciclos electorales, hasta los hombres más inteligentes cometen errores estúpidos. Y en lugar de parecer listos, parecen locos.