Porque mientras el canario pudiera respirar los demás podían hacerlo también; su deceso implicaba que lo peor estaba a punto de suceder. Así ha sido visto Carstens por gran parte de la comunidad financiera internacional y doméstica. El señuelo para saber si el oxígeno seguía allí o había sido remplazado por monóxido de carbono. Y tan es así que al anunciar que se va -y de manera intempestiva- el peso cae, la Bolsa cae, el ánimo cae.
Y las razones poco claras de su ida llevan a la especulación, al reclamo, a la incertidumbre. ¿Por qué aceptó otra oferta de trabajo cuando buscó la reelección en el Banco de México por seis años más? Se dice tanto al respecto; las dudas atraviesan la explicación de una decisión personal que pasa por lo político. Que se va porque no aceptó la presión para incrementar la venta de dólares para mantener la estabilidad del peso. Que se va porque nunca logró entenderse con Luis Videgaray y desaprueba el endeudamiento desenfrenado que contribuye a la precariedad actual. Que deja al país y al Presidente tras de sí, sabiendo que se avecina una crisis -por el efecto Trump- con la cual no quiere estar asociado, por el costo reputacional que eso entrañaría.
Abundan las explicaciones y las justificaciones. Abundan quienes argumentan que su salida es un simple relevo burocrático sin impacto trascendental. Discrepo. A pesar de los avances instrumentados desde la era de Zedillo, México dista de ser un país de instituciones sólidas y autónomas. A pesar de la credibilidad que ha adquirido el Banco de México no opera en un contexto aislado, separado de la política y sus presiones. Basta con leer el libro sobre el exjefe de la Reserva Federal, The Man Who Knew: The Life and Times of Alan Greenspan. No sólo era un banquero central; era un político. Como lo ha tenido que ser Carstens, y de allí el desasosiego que produce su éxodo en estos tiempos de arena movediza. Parecería que se va por razones políticas que no entendemos.
El pájaro en el cual confiábamos está por levantar el vuelo justo cuando la mina podría colapsar. Por la fragilidad de los fundamentos macroeconómicos que nos dicen son sólidos, pero el mundo no lo ve así. Por la incertidumbre que generan las amenazas de Trump sobre el libre comercio y la deportación de millones de trabajadores a un país que no los puede absorber. Por las alicaídas expectativas de crecimiento económico que han bajado de 2.26 a 1.72 por ciento. Por la posible contracción económica de 6 por ciento que predice de manera pesimista pero realista el economista Gerardo Esquivel. Por la potencial pérdida de entre 500 y 700 mil empleos el próximo año. Datos y cifras que contradicen la retórica gubernamental de “no hay por qué preocuparse”. Los motivos están allí y sería mejor enfrentarlos en lugar de minimizarlos.
No es que la estabilidad de la economía mexicana dependa de una sola persona, pero sí depende de un equipo capaz y una conducción inteligente. En este momento, Peña Nieto es un Presidente tan desacreditado, que no logra mantener la estabilidad de su propio equipo. Los imperativos políticos están minando la estabilidad macroeconómica que tanto trabajo costó construir y que el panismo -con todos sus defectos- mantuvo. Ahora nos acercamos peligrosamente a una crisis de fin se sexenio, de esas que el PRI produce porque está más preocupado por ganar el Estado de México, que en diseñar un plan de contingencia y lidiar con Trump. El PRI repite los errores de siempre. Los de 1976. Los de 1982. Los de 1994. Gastar y endeudar y ocultar y ofuscar para mantenerse en el poder, aunque tenga que acabar con la economía para hacerlo.
La tarea urgente para cualquiera en el mando económico en México es evitar que la mina estalle, con los mexicanos adentro. Por eso José Antonio Meade debe renunciar en este momento a sus ambiciones presidenciales, y abocarse a tomar las decisiones económicamente correctas y no políticamente redituables. Por eso, Agustín Carstens debería quedarse, porque parafraseando a Churchill, nunca el futuro de tantos había dependido de tan pocos.