Pocas cosas más degradantes que contemplar al dirigente de un país tergiversar, negar y distorsionar la realidad. Esa terca realidad reflejada en la violencia que no cesa, la corrupción que no para, la cuatitud que prevalece, los legados tóxicos de su sexenio por doquier. Un presidente que concluye su paso por el poder con índices de aprobación pingües y reclamos reiterados. Alguien cuyo nombre siempre será asociado con Ayotzinapa, con la Casa Blanca, con el Grupo Higa, con la Estafa Maestra, con la decena de gobernadores indiciados o prófugos. Y a pesar de ello, sigue insistiendo en que él fue el incomprendido y nosotros los injustos. Él fue el impulsor de grandes cambios y nosotros los que no supimos cómo entenderlos o agradecerlos. Hasta el final de su sexenio, Peña Nieto demuestra que nunca entendió que nunca entendió.
Porque sigue machacando –vía spot tras spot– que las reformas aprobadas convirtieron a México “en una gran potencia”, cuando le falta mucho para serlo. Falta crecimiento, falta competencia, falta competitividad, falta productividad. El México moderno que se ha beneficiado de la apertura económica y el libre comercio, coexiste con el México donde 53 millones viven bajo la línea de la pobreza. El México que se aprovechó de la reforma energética coexiste con quienes no vislumbran sus beneficios. El país de privilegios y monopolios y exenciones fiscales y licitaciones amañadas y contratos para los cuates no se erradicó con el peñanietismo. El mirreynato político y económico trastocó cada promesa, cada expectativa, cada mejora anticipada. México quizás es un lugar más abierto y más competitivo, pero también es más desigual. El reformismo creó ganadores, pero en muchos sectores ganaron los mismos de siempre. Los que tenían acceso al picaporte de Los Pinos. Los que pudieron moldear las reformas a la medida de sus intereses.
No hubo un exceso de neoliberalismo, sino un exceso de patrimonialismo.
Un exceso de corrupción, de conflictos de interés, de enriquecimiento personal vía los bienes públicos. La Casa Blanca es el microcosmos de todo ello y por eso ofende que Peña Nieto diga que se disculpa cuando lo hace por los motivos equivocados. Sigue pensando que su error fue involucrar a su esposa; sigue creyendo que no incurrió en algo ilegal; sigue argumentando que el caso fue investigado y todos fueron exonerados. Sigue pensando que el conflicto de interés no es conflicto. Que se vale “comprarle” una casa– en términos privilegiados– a un constructor beneficiario de múltiples contratos, incluyendo el del tren México-Querétaro. Que se vale poner a la Secretaría de la Función Pública al servicio del presidente y Angélica Rivera, para limpiarle la cara a los múltiples involucrados. La Casa Blanca fue y siempre será el símbolo de un sexenio marcado por la rapacidad y la impunidad. Peña Nieto sigue justificando lo injustificable, y al hacerlo sólo constata la profundidad de la insensibilidad que siempre lo caracterizó.