Fueron un grito de rabia ante años de desatención, años de gobierno ausente. Fueron una exigencia para que el Estado reconozca la responsabilidad que le toca en vez de eludirla o argumentar que no existe. Y hay que celebrar su mera existencia a pesar de la desorganización, las cancelaciones, la improvisación. Andrés Manuel López Obrador tuvo la valentía de encarar a los dolientes, en lugar de esconderse en el baño de una universidad. Estuvo ahí, escuchando, aprendiendo, empatizando. Pocas veces –o quizá nunca– vimos algo así con sus predecesores. Se hizo cargo y prometió reparar el daño producido por más de una década de violencia que el Estado intentó abatir pero terminó por exacerbar.
Y vimos cómo comenzó a modificar el discurso gubernamental. No apostarle a la guerra. Sí atacar las raíces de la pobreza, de la desigualdad, de la criminalidad. No enterrar el caso de Ayotzinapa y más bien investigarlo hasta conocer la verdad. Sí a la formación de fuerzas del orden entrenadas para respetar y proteger los derechos humanos. No a la evasión del escrutinio internacional a la crisis de violencia que padece el país. Surgen así los esbozos de un cambio de visión, un cambio de paradigma en temas que tanto el sexenio de Felipe Calderón como el de Enrique Peña Nieto nunca colocaron en el centro del debate o la atención. Lo suyo era cómo hacer más eficaz la guerra, no cómo buscar mecanismos para la paz. Lo suyo era perseguir al narcotráfico, no cómo despenalizarlo. Bienvenido entonces este viraje que quizá nos rescate del despeñadero.
Pero para salir de ahí, para sacar al país del precipicio hará falta más claridad, más especificidad, más políticas públicas y no sólo listas de buenas intenciones. Los siete compromisos que enunció el presidente electo son expresiones esperanzadoras, pero habrá que aterrizarlas. Si se va a conocer la verdad y hacer justicia en el caso Iguala, ¿se sancionará a los miembros de las Fuerzas Armadas que fueron cómplices aquella noche de Ayotzinapa? Tantos buenos deseos, tantas preguntas operativas aún por responder. Tantas ganas de escuchar propuestas concretas, tanta ambigüedad a la hora de concretarlas.
Después de meses de encuentros y foros y ponencias y pronunciamientos, se esperaba más del equipo de transición. Se logró que muchas exigencias derivadas de las cinco mesas de trabajo de justicia transicional fueran encomendadas a la Secretaría de Gobernación. Se logró que Olga Sánchez Cordero y Alejandro Encinas fueran designados como los responsables de temas sensibles, porque ellos lo son. Se logró el reconocimiento de que la inseguridad y la violencia son responsabilidad del jefe del Estado. Pero el tema toral de la justicia transicional –romper con la impunidad del Estado– sigue pendiente. Quizás el sentimiento más presente a lo largo de los foros fue la demanda de justicia; sí al perdón pero sólo después de procesos de investigación, de sanción, de rendición de cuentas por las atrocidades y ante las víctimas.
La única forma de romper con ciclos reiterativos de violencia e impunidad es a través de mecanismos de justicia transicional que sí funcionen. Que sí expongan, enjuicien y castiguen a miembros del Estado para así redefinir “las reglas de la coerción estatal y disuadir a miembros de las Fuerzas Armadas y la policía para que cesen de ser actores principales en la producción de violencia criminal”. Así lo argumentan los especialistas Guillermo Trejo, Juan Albarracín y Lucía Tiscornia en el estudio Breaking state impunity in post-authoritarian regimes. Why transitional justice processes deter criminal violence in new democracies. Ahí argumentan que la pacificación necesariamente transita por la creación de procesos robustos de justicia transicional: comisiones de la verdad y juicios nacionales donde se encare a los perpetradores. No bastan los cambios socioeconómicos, no basta la amnistía, no basta el perdón, no funciona el olvido. Habrá que acabar con la impunidad del Estado para que la Cuarta Transformación sea menos vulnerable a la violencia criminal extendida.
Tanto miembros de las Fuerzas Armadas como miembros de las fuerzas policiales tienen las manos manchadas, ya que han jugado un papel crucial en el desarrollo de empresas y organizaciones criminales. Se han vuelto criminales o los protegen. Recurren a la mano dura y esconden sus abusos. Por eso la importancia de removerlos, juzgarlos y disuadirlos. Por eso el imperativo de investigarlos, encarcelarlos y usarlos de ejemplo. Así se manda un mensaje poderoso a todos los actores estatales de que la impunidad no será tolerada. Así se obliga a las fuerzas del orden a actualizar sus creencias sobre las nuevas reglas de la nueva era. Miembros del Ejército y la policía sabrán que si continúan contribuyendo a la criminalidad y a la violencia serán castigados.
En su fuero interno, y a nivel personal, AMLO puede seguir creyendo en el perdón. Puede seguir repitiendo que no es un hombre vengativo y no quiere serlo. Pero a nivel institucional y como jefe de Estado ojalá aprenda las lecciones comparativas de otros países que han lidiado con pasados violentos. Esa violencia no cesará si los especialistas estatales que la han producido no son expuestos y sancionados. Para reducir la criminalidad, importa más obligar a las Fuerzas Armadas a rendir cuentas que incrementar su poder o su presencia. Y eso entrañaría una Comisión de la Verdad pero no sólo para Ayotzinapa; tendría que abarcar también a generales, a soldados, a policías federales, a policías estatales, a policías municipales. Mecanismos como comisiones de la verdad y tribunales generan información invaluable sobre patrones generalizados y sistemáticos de violación a los derechos humanos. Son armas poderosas para la investigación y la disuasión. Sólo usándolas podremos acceder a la paz. Sólo usándolas lograremos salir del despeñadero.