Alguien que, como tantos ya, padece lo que es recibir un mensaje: sabemos dónde vives, sabemos qué haces, sabemos qué escribes. Eres vulnerable. En cualquier momento tú o alguien que amas podrían ser víctimas de un ciclo mortífero de violencia o impunidad contra periodistas descrito en el último informe del Committee to Protect Journalists, titulado Sin Excusa.
Porque ya no hay excusas posibles ante realidades repetitivas. Ya no hay justificaciones creíbles ante casos crecientes de periodistas asesinados o en riesgo. Lo que sí hay son pretextos. Que el Mecanismo de Protección a Periodistas no tiene recursos suficientes. Que la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión no tiene capacidades de investigación necesarias. Que 125 periodistas muertos son una nota de pie de página ante 130,000 acribillados en los últimos años. Subterfugio tras subterfugio cuando la explicación real detrás de la barbarie cometida contra quienes narran y retratan es simple. La falta de voluntad política. El clima de corrupción e impunidad. La ausencia de investigaciones completas que lleven a culpables comprobados. Las autoridades que en lugar de proteger a periodistas, se vuelven sus agresores. Los encargados de decir la verdad e incomodar con ella, víctimas de los incomodados. Funcionarios y comandantes policiales y miembros del crimen organizado y narcotraficantes. Los intocables que jalan el gatillo o contratan a otros para hacerlo.
Como los que hace algunos meses enviaron un mensaje con la fotografía de mi hijo, avisándome que no llegaría esa noche a casa; que llegarían sólo sus dedos. Porque quienes hacen eso saben que jamás serán investigados, buscados, encontrados. La falta de rendición de cuentas perpetúa la impunidad que nos vuelve tiros al blanco, reales y metafóricos. Si el Comité para Proteger Periodistas lleva años documentando; si Artículo 19 lleva años denunciando; si los casos de Gregorio Jiménez y Moisés Sánchez y Miroslava Breach y tantos más siguen allí. Abiertos y sin respuesta. Abiertos y sin justicia. O cerrados tan sólo porque el cuerpo de uno de ellos fue encontrado y le habían cortado la lengua, para silenciarlo. Y el país se ha acostumbrado a esto; a la normalización de la violencia contra quienes están resistiendo -vía sus historias, vía su trabajo- las condiciones de marginación, opacidad y agresión en la cual nos han colocado. Somos, en este periódico y en tantas publicaciones más, “libertades en resistencia”. Así escribe Artículo 19. Así informa sobre el 2016, un año histórico con 11 homicidios y 426 agresiones.
Ante las cifras está el Estado incompetente o cómplice o perpetrador. Ofreciendo un repertorio de medidas de protección que no responden a las necesidades de los periodistas. Ofreciendo “botones de pánico” que no funcionan o no son un disuasivo suficiente. Demostrando que no puede o no quiere proteger a quienes informan. Desoyendo las recomendaciones internacionales que se acumulan, cada vez que un periodista es amenazado, cada vez que un hogar es allanado, cada vez que una corresponsal es asesinada frente a su hijo.
Parafraseando a Walter Lippmann, la crisis de la democracia es la crisis del periodismo. La labor diaria del periodista es hacer visible lo invisible; hacer inteligible el país para quienes deben aprender lo que en realidad ocurre en él. Una prensa libre, independiente, vigorosa es esencial para la libertad. Y perecerá si no sabemos cómo detectar mentiras, cómo desenterrar lo enterrado. Y dado que el periodismo está bajo acecho en tantas latitudes -amenazado por el trumpismo internacional- crece la responsabilidad del rigor, aumenta el imperativo de la transparencia para todos. Ante ello, va un reconocimiento de que debí haber hecho referencia al editorial de El País cuestionando a Rajoy como yo después cuestioné a Peña Nieto. “Explíquese” le exigí y le exigimos a todos los que callan sobre la corrupción. Sobre la cuatitud. Sobre la agresión a aquellos que defienden un derecho de todos. El derecho a saber, sin excusas.